En nuestro encuentro en el hotel NH –estábamos en uno de esos eventos organizados para directivos-, Alex me invitó a presentar la actividad de mi empresa al Consejo de Administración de su compañía; era un grupo empresarial que abarcaba varios sectores y rebasaba las fronteras nacionales.
«¡Sí, es una oferta muy interesante! –me comentó Enrique, consejero delegado de nuestra empresa, cuando se lo propuse–. Buena oportunidad para intercambiar referencias de negocio en Roma, ahora que hemos iniciado allí la actividad; en esa ciudad opera, desde hace años, una de sus empresas del grupo. Además, otras dos trabajan en Toulouse y en Marsella». Esto lo decía porque, antes de nuestra expansión a Roma, lo intentamos también en esas dos ciudades, llevando allí a nuestros representantes. No logramos introducirnos en esos mercados: faltó una traducción adecuada de las propiedades y características técnicas de producción, de los cuatro tipos de plástico que fabricamos… finalmente, tuvimos que retirarnos.
Lo que me cayó de sorpresa, fue lo que, a continuación, dijo Enrique: «Harás tú la presentación pues, para ellos, el aspecto de la calidad es algo prioritario; lo harás estupendamente». Yo era la directora de Calidad y, aunque es cierto que obtuve buena calificación al defender mi proyecto del MBA, esto era diferente: había que elaborar un discurso extremadamente breve, ya que mis oyentes solo disponían de quince minutos entre reunión y reunión de la convención anual del grupo, que les reuniría en Madrid. Nuestro objetivo era impresionarlos con nuestros productos y resolver las cuestiones que nos plantearan; abrir la puerta a futuras negociaciones.
Enrique me tranquilizó:
—No te preocupes, te daré hecho el elevator pitch de la empresa y lo ensayaremos.
Pasaron lentos los cinco días que faltaban para el evento pitch -así es como lo nombrábamos-. Llegó la fecha. Me escuchaban, atentos, en la sala del hotel contratado por su empresa:
—«La calidad es el valor diferenciador de nuestra cultura empresarial… »— mi voz sonaba firme. Ya me había comido tres de los cinco minutos que tenía y quedaban por comentar cuatro diapositivas.
Miré al público, tomándome un descanso de un milisegundo. Al fondo de la sala, vi que Enrique me sonreía, satisfecho, y levantaba –discretamente- el pulgar de la mano derecha.
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